“Yo amaba ser un sacerdote. Era el mejor trabajo del mundo,” dijo en su grueso acento Irlandés. Tenía el padre Pete dieciocho años cuando ingresó en el seminario, directamente desde el bachillerato. Una sonrisa grande creció en su semblante mientras recordaba su vocación y sus muchos años de servicio en su parroquia y comunidad.
“Cuando me azotó el cáncer de huesos, bueno, no fue gran cosa….de verdad, tal cual, no fue gran cosa. Soy un hombre viejo y estoy preparado para morir. Me he estado preparando para ello toda mi vida, y recibo al hermano muerte con los brazos abiertos”.
El Padre Pedro llegó a nuestra unidad cuando ya no podía permanecer en la rectoría de su parroquia. Aunque solo contaba 69 años de edad, él insistió ser permitido continuar con sus deberes hasta que físicamente no pudiera manejarse. Cuando llegó el punto en que no podía andar sin dolores intensos, habló con su oncólogo. Los Pet Scans mostraron los huesos de la pelvis plagados de cáncer y todos los huesos deteriorados a causa del cáncer. Siendo ahora su destino la silla de ruedas y la cama, optó ingresar en nuestro centro para no cargar a sus colegas sacerdotes,con quienes vivía, de trabajo.
“Yo supe desde cuarto curso que iba a ser sacerdote. Era mi mayor anhelo, y durante estos últimos cincuenta y un años de labor, me he esforzado en trabajar lo mejor que he podido para mi Señor. Pero últimamente, digamos los últimos seis meses, he tenido que dominar mis obligaciones porque desplazarme era simplemente muy dificultoso. Colgué en el Boletín que tendría que abstenerme de decir misa, celebrar matrimonios y bautizos. Hasta escuchar confesiones era difícil para mí a causa del dolor de cadera y espalda. Y ya ve, he estado aquí diez días y he recibido una llamada de una madre joven pidiéndome “Padre Pete, ¿puede bautizar a mi hijo?”. No puedo limpiar mi propio trasero imagínese bautizar a un minúsculo bebé”. No pudimos más que soltar ambos una gran carcajada. El Padre Pete era un hombre notable, y siempre insistía en que pasáramos por su habitación antes de marcharnos a casa para recibir su bendición. Siempre tenía una sonrisa, un suave toque de su mano y su oído siempre preparado para lo que le quisieras decir. Cuando estabas en la habitación con el Padre Pete, nada más importaba. Tú eras la única persona de su interés y nunca olvidaba una cara o un nombre incluso después de un solo encuentro.
El tiempo pasó y el Padre Pete se debilitó más y más. Una noche al comienzo de mi turno, Julie y yo fuimos a su habitación. Estaba sentado en la cama y sonrió al vernos.
“Venid chicas, venid,” dijo suavemente mientras agitaba su mano en el aire invitándonos a acercarnos.
“Esta noche quiero que vosotras me deis vuestra bendición”. Tal petición nos dejó sorprendidas.
“Padre Pete, ¿Está usted seguro?”, pregunté.
“¡Absolutamente! Nada sofisticado, pero, por favor…”
“ Okey, padre Pete, que Dios le bendiga esta noche, mañana y siempre”.
“¡Con eso me basta! ¡Me quedo con ello!” dijo el padre Pete mientras me cogió la mano. Julie, que estaba de servicio conmigo esa noche, no tenía problema para rezar con voz fuerte en frente de los demás. Julie continuó y pronunció la más hermosa oración de bendición, y el padre Pete sonrió de oreja a oreja.
“Gracias a las dos. ¡Fue maravilloso!”.
Recolocamos al padre Pete bien en su cama. Nos agradeció de nuevo, y nosotras continuamos con nuestra ronda.
Alrededor de las dos de la madrugada el padre Pete tocó el botón de llamada. Cuando Julie y yo entramos en su habitación, él nos susurró,
“¿Es posible que podáis entre las dos llevarme al sillón reclinable? Creo que me sentiría mejor estando sentado”.
“Por supuesto, padre, lo que necesite”.
Acercamos el sillón reclinatorio a su cama, aseguramos las ruedas, y bajamos las barandillas laterales. Estaba tan débil que apenas podía coger ningún peso, pero él ayudó lo mejor que pudo. Lo levantamos y suavemente lo pusimos en el sillón. Una vez bien colocado dijo,
“Estoy tan cansado…”
“Es muy difícil padre esta última parte del viaje”, le dije mientras cogía su mano dándole un apretón.
“No tienes ni idea….Estoy más allá de la extenuación. ¿Crees que puedas mover mi silla hacia allí para ponerme de cara a la puerta?”.
Despejamos el camino moviendo las mesillas y otras sillas, y empujamos su silla hacia el final de la cama. Le situamos en el ángulo de la pared de manera que estuviera mirando la puerta. Puse su mesita de noche y el timbre de llamada cerca de él. Se escuchó una llamada de luz de una habitación, y Julie salió lanzada de la habitación para responderla.
“¿Algo más que pueda hacer por usted, padre?”.
“¿Podría usted peinarme y asear mi cara, por favor?”.
Humedecí su pelo y lo peiné suavemente. También cogí una toallita templada y limpié su cara. Le ofrecí un buchito de agua, lo cual rehusó.
Anduve hasta el armario y coloqué el peine en su tazón. Cuando volví de nuevo hacia él, estaba mirando fijamente hacia la puerta. Sus ojos muy abiertos miraban fijamente la puerta, y comenzó a sonreír.
“¿Padre, se encuentra bien?”, pregunté mientras tocaba su hombro.
Continuó mirando la puerta como diez segundos más, su expresión inalterable, luminosa, gozosa.
Entonces su cabeza se dejó caer sobre el reclinador, su cara se dirigió al techo y cerró sus ojos a medio cerrar. Le siguieron unos cuantos alientos profundos, y murió.
Yo creo que el padre Pete sabía que pronto se encontraría con el Señor. En retrospectiva, haber pedido estar peinado y aseado de cara para encontrarse con el Dios a quien había servido toda su vida era lo apropiado. Nunca olvidaré la expresión en su cara, una de anticipación, sorpresa y gran alegría.
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