Desde siempre los santos de la Iglesia Católica han recordado que la Virgen María es la ayuda más efectiva en la lucha contra el demonio, y los sacerdotes suelen invocar su nombre durante los exorcismos.
San Alfonso María de Ligorio, un gran devoto de la Virgen, relató la historia de una joven que logró librarse del diablo gracias al nombre de María Santísima.
Relató que hacia el año 1465 vivía en Güeldres (Holanda) una joven llamada María que fue a hacer unos recados a Nimega en los Países Bajos y allí fue tratada groseramente por su tía.
En el camino de vuelta, la muchacha desconsolada y enfadada invocó la ayuda del diablo y este se le apareció en forma de hombre, prometiéndole ayudarla con algunas condiciones.
“No te pido otra cosa –le dijo el demonio– sino que de hoy en adelante no vuelvas a hacer la señal de la cruz y que cambies de nombre’. ‘En cuanto a lo primero, no haré más la señal de la cruz –le dijo ella–, pero mi nombre de María, no lo cambiaré porque lo quiero demasiado’. ‘Y yo no te ayudaré’, le replicó el diablo”.
Después de discutir un rato acordaron que ella se llamaría con la primera letra del nombre de María, es decir, Eme. Una vez cerrado el pacto, ambos se fueron a Amberes, donde la joven vivió seis años con esa perversa compañía y llevando una mala vida.
Cierto día la chica le dijo al diablo que deseaba ir a su tierra. Al demonio le repugnaba la idea pero finalmente consintió. Al llegar a la ciudad de Nimega, se dieron con la sorpresa de que se estaba representando en la plaza la vida de Santa María.
“Al ver semejante representación, la pobre Eme, por aquel poco de devoción hacia la Madre de Dios que había conservado, rompió a llorar. ‘¿Qué hacemos aquí? –le dijo el compañero–. ¿Quieres que representemos otra comedia?’ La agarró para sacarla de aquel lugar, pero ella se resistía, por lo que él, viendo que la perdía, enfurecido la levantó en el aire y la lanzó al medio del teatro”.
Es así que la joven contó su triste historia, fue a confesarse con el párroco, quien la remitió al obispo local y este al Papa. El Pontífice, después de oír su confesión, le impuso como penitencia llevar siempre tres argollas de hierro: una en el cuello y una en cada brazo.
María obedeció y se retiró a Maestricht donde se encerró en un monasterio para penitentes. Allí vivió catorce años haciendo ásperas penitencias. Una mañana, al levantarse vio que se habían roto las tres argollas. Dos años después murió con fama de santidad; y pidió ser enterrada con aquellas tres argollas que, de esclava del infierno, la habían cambiado en feliz esclava de su libertadora.
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