Paul Ponce es la sexta  generación de artistas, de malabaristas. De padres jóvenes fueron viajando por el mundo y así fue su niñez. A los 7 años en la ópera escocesa le vieron hacer malabares y le contrataron. “Recuerdo los nervios que pasé”. Fue el comienzo de toda una carrera actuando en diferentes escenarios del mundo. Recordaba a  su madre arrodillándose en la caravana para rezar. Aún así sus padres no tenían mucha formación católica. 

No obstante, bautizaron a Paul, al igual que cuando estaban de viaje en Londres que por insistencia de él pudo hacer la comunión. Después de esto su padre le comentó que cuando se casó por la iglesia tuvo que confirmarse. “Trabajando en el casino de las Bahamas pedí la confirmación para no tener problemas de mayor a la hora de casarme. Pero no por convicción”, comenta. 

Tenía 21 años cuando empezó a ir a clase para empezar a entender y conocer a Dios. “Empezaba a ser consciente del tesoro que tenía y que no lo había aprovechado”. Esas personas que se encontraba en este mundo le llenaba de paz por ver a personas con tanta alegría. Pero luego volvía al mundo artístico y volvía a ser la persona que se evadía en cosas mundanas. Era una contraposición que no le dejaba ser coherente con ese crecimiento espiritual que estaba viviendo. “Fue en ese momento después de la confirmación cuando comencé a rezar para pedir respuestas. Ahí Dios me propuso un camino y un movimiento que es el Regnum Christi”, sostiene. 

Estuvo un mes de formación en Roma y viajó a una misión en Francia a ayudar en parroquias a jóvenes con vocación. “Al estar en misión todo el tiempo, sentí esa paz y realización. Sentí que fue el mejor año de mi vida”. Así, se puso en manos de Dios para ver qué era lo que quería de él. Estaba abierto a la voluntad que Dios quisiera para él. “Hablando con mi director espiritual sentía que Dios me estaba llamando a formar una familia pero en esa época no tenía novia”, recuerda. En el mundo artístico conoció a chicas pero no terminaba de encajar porque no tenían valores comunes. Pasaban los años y la chica no llegaba. Aún seguía consagrando a “esa mujer” todavía desconocida para él. Tras diez años apareció esa mujer. Aunque pareciera mucho tiempo, para Paul valió la pena perseverar en el amor, en la castidad y purificarse. En un congreso católico de México fue donde conoció a la que sería su mujer. 

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