Felipe Moya tiene 18 años y es de Toledo. Viene a contarnos su historia con Dios. Nació en Jaén de una familia sencilla y normal, su padre es abogado y su madre profesora. Recuerda ir a misa con su abuela. “Iba a misa hasta que empecé a discernir si ese era mi camino”, recuerda.

Siempre ha sido muy echado para adelante, con mucha personalidad. Generaba discusiones y problemas. “Era una forma de demostrar su carácter e irlo madurando. Mi abuela fue muy importante”, explica. Llegada a la adolescencia comienza a estar en la iglesia pero no de manera consciente. “No tenía esa gracia que el Señor me podía dar para verlo. Pero es verdad que se fueron poniendo las cosas en su sitio”, comenta. 

Se considera una persona que buscaba ser amado y eso le podía llevar a una soberbia que podía alejarlo del Señor. Reconoce esa etapa como unos años que miraba más por su propio interés que por el de los demás. Comenzó así un camino de descubrimiento, en esa búsqueda de la identidad que le llevaba a no cuadrar en ningún sitio. El Señor le quería humilde pero no entendía ciertos acontecimientos que le sucedían que le hacían desviarse de esa humildad. “En esa búsqueda me perdí en malas influencias, cualquier deseo malo que reconoces que no venía de Dios”, sostiene.

Ese Dios que había recibido de herencia por parte de su familia y que le aburría pasó a ser un Dios un presente. Por eso, hoy en día acude a misa todos los días y reza el rosario.  “Cuando comulgo me siento amado. Y es que no podemos solos”, subraya. “Todos los días hay que convertirse, hay que buscarle. El Señor toma tu vida y la transforma”. 

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