Rebeca nació en una familia con tres hermanos, sus padres católicos rezaban en las comidas e iban a misa. Estudió en un colegio militar para mujeres pero no se practicaba prácticamente la fe. 

Llegó el día de su primera comunión y lo único que se le ocurrió en ese momento es que le tocaba portarse bien. Igual ocurrió con su confirmación. “Te vas dando cuenta que mi fe no era la columna vertebral”, explica. 

Como adolescente empieza a descubrir en la escuela a través de una amiga suya, una serie de viajes, encuentros. “Pensé que mi clase estaba emocionada, era un grupo de jóvenes que estaban descubriendo su fe. Estaba interesada porque realmente nunca tuve esa instrucción”. 

“Hubo una consagrada que me impresionó, una personalidad vibrante y mi gran pregunta después de conocerla, cumplidos los 14 años era si Dios podía llamarme a ser cómo ella”. Le gustaba todo de ella, menos la falda que llevaba, recuerda. Tenía una gran ilusión por descubrir qué quería Dios de ella. 

En Roma, estaba Rebeca ante San Juan Pablo II, fue saludando a unos y a otros. “Fue impresionante perderme en su mirada y me dijo: Regnum Christi, Regnum Christi, son muy buenas”, recuerda. Regresó a su casa y le dijo a sus padres que quería hacer algún año de voluntaria para probar. Sus padres no confiaban mucho en su decisión. 

“Voy al internado donde empiezo a conocer de cerca la vida consagrada, teníamos un horario con momentos de oración muy importantes, claro que era una mujer mundana, de fiestas, tenía ganas de graduarme y así dedicarme el canto y el baile. Pero Dios tenía otros planes para mí”, refuerza. Pero tuvo la certeza de que Dios la quería allí y a los 16 años se consagró a Dios. 

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