Cayetana es una persona de mucha fe. Viene de una familia católica pero no tan practicante aunque sí recuerda cómo la enseñó a rezar el Rosario. “Cuando llegué a la universidad me alejé de Dios y de la Iglesia. Ahí conocí a mi marido que también estaba alejado de la fe”, explica.
Era el año que vino San Juan Pablo II, estaban los dos juntos, su entonces novio y ella. “Pasó el Papa y nos bendijo. Fue el momento en que empezó nuestra historia”, recuerda. Más tarde se casaron y después se quedó embarazada de su primer hijo. Durante el embarazo comprobaron que su hijo no crecía y que su cerebelo tenía una malformación, además de una cardiopatía importante. “Esperas un hijo y de pronto algo está mal, es algo que no procesas”, explica. No tenían decidido lo que iban a hacer cuando los médicos ya estaban dándoles la opción de abortar.
Llegaron a casa llorando. Se lo comentaron a sus familiares y amigos. Una amiga les consiguió una cita con un medico provida para una segunda valoración. Querían saber si el diagnóstico era tan grave como le contaban. “Fue una consulta larguísima, le estuvieron viendo hasta los dedos de las manos. Nos dijeron que venía con problemas pero no lo que nos habían dicho”, sostiene. Decidieron llamarle Ángel por si no les acompañaba en este viaje en la Tierra.
Volvieron a su médico habitual con el informe que le habían dado y volvió a insistir en que eran jóvenes que podían seguir intentándolo. “Mi marido dijo que no queríamos abortar y que seguíamos adelante. Al final cambiamos de hospital”.
En ese tiempo hablaron con sus amigos para que rezaran. “Nosotros íbamos a Misa con mucha esperanza, le pedíamos al menos que nos dejaran verlo con vida”. Recuerda cómo cada vez que comulgaba le daba una patada.
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