Raymundo es chileno y tiene 34 años. Hace 11 años vive en Colombia. Hace poco más de dos meses es diácono. Es parte de una comunidad llamada Soladicio de vida cristiana. No pensaba en ningún momento de su vida el ser sacerdote, no estaba ni en sus planes ni en los planes de su familia. “Yo entiendo mi vida como un camino de obediencia a Dios. No por mérito mío y diga que haga su voluntad. Él me ha dado su gracia de reconocer esta acción en mi vida”, explica.
Era un joven adolescente que a los 13 años ya estaba muy metido en el mundo con todo lo que el mundo le ofrecía en aquel momento. Me convertí en un joven que tenía todo aquello que cualquiera quisiera tener. “Tenía el cariño de mis padres, de mis hermanos. Tenía muchos amigos y me gustaba salir de fiesta”, explica. Era una persona popular, había tenido novias, su vida siempre le había ido bien. Con el tiempo fue comprendiendo esa actitud más abandonada ante la vida.
Cuando tenía 15 años, en este auge de popularidad, sus amigos le invitaron a unas misiones. Como sus amigos le invitaron quería ir a pesar de no tener los medios económicos para poder acudir. En esas misiones se encontró con dos cosas. La primera se encontró con un Dios que quería tener algo que ver con él y su propia felicidad. “Esto me cambió mi panorama con respecto a la fe”. Lo segundo, es que fue consciente que no era feliz, no tenía alegría, felicidad, sentido. Había mucha soledad. Era un joven que estaba buscando la felicidad por el camino equivocado. La tercera cosa que le pareció bonita en misiones fue el encontrarse con el rostro de la pobreza. “Era muy feliz en ese contexto con esas personas. Fue una faceta nueva en mi vida. Me ayudó mucho a encontrar un sentido a mis propios pasos”, comenta.
Después de estas misiones, vuelve a Santiago y siente que no debía de alejarse de todo lo que había vivido. Pero ser parte de un movimiento iba en contra de su vida social. “Tenía una reputación que cuidar”, explica. Gracias a la astucia de los consagrados que le fueron involucrando cada vez se fue metiendo más. A los tres meses, ya era parte de ese movimiento. Ahí empieza un proceso que al mismo tiempo fue interior y exterior. “Eso que viví en esas misiones quería seguir alimentándolo. Aprendí a rezar y esto me hizo poder escuchar de forma más clara la voz de Dios”. Recuerda que como su colegio tenía capilla, acudía más temprano para ir a rezar. Así la oración empieza a ocupar un lugar importante en su vida. “Hice mucha oración, apostolado y vida comunitaria”, explica. Terminó el colegio y tenía que tomar una decisión.
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