Aldo es de Colombia y tiene 43 años. Viene con su hijo. Llegó a España en el año 2002 y llegó para estudiar Técnico de Sonido. Al año conoció a la madre de su hijo y se quedó embarazada. Viene de una familia católica y practicante, de pequeño su hermano y él eran monaguillos. Iba por compromiso y le molestaba. Siempre estuvo en un buen ambiente, su padre era médico y su madre ama de casa.
Después de haber querido estudiar Medicina, nunca llegó a terminar nada y encontró la manera más cómoda de estudiar lo que quería. Cuando se quedó embarazada su pareja, se fueron a vivir juntos.
Tras situaciones complicadas por no tener trabajo. “Empecé a trabajar como camarero, era agobiante y frustrante. Siempre tuve en la cabeza el ejemplo de mis hermanos que aprovecharon su juventud y yo no lo hice”, reconoce. Aunque su padre era médico, en su país no era lo mismo que ejercer Medicina en España. Tuvo el trauma de ser de alguna forma la oveja negra. “Así un día empecé a traficar cocaína.
Te vas metiendo en este mundo. Un día la probé y así empezaron los problemas gordos”, cuenta. Nació su hijo y no tenía ninguna estabilidad económica, ni sentimental. Así, consumía cada vez más, seguía consumiendo y rodeándome de gente peligrosa. “Estuve así 15 años de mi vida. Me metí en muchos problemas. Cobré dinero con pistola en mano. Muchas cosas a las que el Señor me permitió llegar”, explica. Aldo cuenta que era así el plan que se había propuesto Dios para corazones duros como él, para poder rescatarle.
Llegó a odiar a su madre y con su padre le faltó la oportunidad de tener una conversación con él. “El sentimiento era de que mi padre no me quería”. Sus padres se endeudaron en Colombia para poderle sacar de prisión. Al final no estuvo en prisión, estuvo 26 años por estafas con bancos. Después de mucho tiempo empezó a ocupar casas que eran de los bancos y las vendía a gente que quería meterse. Después de tanto mal, complicación y tiniebla llegó el día en que se separó de la madre de su hijo y Aldo se quedó a vivir con su hijo.
“Recuerdo como anécdota en el chalet dónde me había quedado de ocupa. Mi hijo me llamaba a la puerta y me reclamaba”. Así, tenía un sentimiento de culpa, de desolación y decidió ir al psicólogo. Llegó a tomar muchas pastillas de ansiolíticos que aparte las mezclaba con el alcohol. Al final, un día cuando estaba consumiendo, salió con un palo a la calle y no había nadie. Llegó a pensar que un día iba a morir por sobredosis. Un día a las 10 de la mañana entró en una iglesia del pueblo que había. “Llorando me arrodillé frente al Santísimo y le pedí ayuda.
Una monja se me acercó y la tiré al suelo del empujón que le di”, sostiene. Después de estar mucho tiempo maldiciendo al Señor, la monja se volvió a acercar a él y le dio un abrazo. “El Señor me dio todo su amor a través de la monja. Así fue cómo el Señor empezó a amarme físicamente”. Acudió a un centro de orientación familiar de la iglesia. Tras muchas sesiones el psicólogo me dijo que ya no le podía ayudar más porque seguía en el mismo camino. “Necesitaba perdonarme a mí mismo para empezar a sanar”.
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