Cuando estaba a punto de morir, su superior le preguntó y él lo dijo. Una bella historia relatada por el escritor Claudio de Castro Este era un don muy conocido en san Martín de Porres, al que llamaban con cariño Fray Escoba. Te contamos su historia
Tenía este monje benedictino fama de santidad, se percibía a su alrededor, en sus gestos, palabras, y hasta en su suave y tranquilo andar. Nada perturbaba su vida. Seguía la regla de san Benito. Obedecía los mandatos del prior al instante, callado, sin dudar, ni quejarse ni cuestionar. Todos lo venían como un fraile modelo, «el santo del monasterio». ¿Cómo había llegado a esas alturas de santidad? Nadie le decía ni me preguntaba nada. Sabían que jamás revelaría su secreto. Y se dedicaban a observarlo, tratando de descubrir el origen de su santidad.
Sus breves palabras eran muy sencillas y profundas, llenas de una sabiduría que solo proviene de Dios. Al pasar los años, con el cuerpo gastado de tanto trabajar y orar, siguiendo la norma de san Benito «ora et labora» (reza y trabaja), el monje anciano y enfermo y conociendo de su inminente partida al paraíso se preparó de la mejor manera para agradar a Dios en sus últimos días.
Aceptó en todo momento la santa voluntad de Dios que es perfecta. Parecía entrar en largos éxtasis celestiales cuando oraba devotamente y muchos pensaban que estaba viviendo en la tierra temporal un adelanto de lo que disfrutaría en el cielo eterno y prometido. Estando para morir, sus compañeros monjes lo rodeaban humildes y lo acompañaban susurrando devotas oraciones. El abad se dirigió entonces a él con afecto y le dijo:
«Por la santa obediencia te ordeno que abandones tu silencio y nos digas cómo lograste llegar a estos grados de santidad. Sería muy edificante para todos nosotros saberlo». El monje miró al cielo como si éste se abriera ante él y respondió alegre: «Ave Maria, gratia plena» El monje tomó la mano del abad y reveló su secreto: «Todo se lo debo a nuestra bienaventurada Madre Celestial, la siempre Virgen María. Desde Niño mi madre y abuela me inculcaron un gran amor y devoción a la Virgen María. Cada mañana al levantarme para velar en oración y agradecer a Dios el don de la vida, la recordaba con cariño, la saludaba con el Avemaría y le pedía su maternal protección, la gracia de perseverar en la fe.
Como soy pecador, le imploraba: «llévame de tu mano a Jesús por un camino seguro alejado de los peligros de este mundo y las tentaciones que nos acechan a diario».
He llegado hasta aquí por ella, la madre de nuestro Salvador, la Inmaculada Concepción, a quien le debo todo». Los monjes edificados por estas palabras, llenos de entusiasmo, le agradecieron y se llenaron de una profunda alegría mientras el fraile exhalaba su último suspiro y partía sereno a gozar del Paraíso.
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