Adriana Arango es colombiana y tiene 58 años. Nos viene a contar su camino de la mano de Jesús y María después de haber perdido todo lo que se supone que nos hace felices: el éxito, dinero. Eran cuatro hijas, criadas en ambiente católico. Un hogar de clase media donde primaba el afán de sacarles adelante.
Estudiaron en un colegio de monjas donde tuvo sus primeras formaciones católicas. Pero fue su abuela con la que vivían, la que les introdujo en la fe. A pesar de ello, en la familia no le daban la importancia que merecía el tema de la fe. “El rosario pocas veces lo hacía, en una exequias cuando alguien fallecía, repitiendo como un loro”, explica.
Adriana era considerada buena amiga, buena hermana y por qué no buena estudiante. Ya en la universidad se abrió a nuevas experiencias sexuales, fiestas, lo que muchos adolescentes desean en esos años. Estudió comunicación y periodismo con buena nota. “Combinaba ese afán por ser la mejor y destacar con mi vida social. Me gustaba bailar y siempre era de las que me quedaba la última en las fiestas”, recuerda. Además de la fiesta, acudía a misa pero una cosa más.
Hay un momento clave que lo cambia todo y le crea una herida importante: el suicidio de su hermana. “Son cosas que le parten a una el mundo perfecto que tenemos. Por primera vez tengo la sensación de pérdida, de dolor, de vergüenza. Una cantidad de sentimientos y de culpabilidad que nos viene”, explica. Un proceso de duelo que nunca hizo de la mano de ningún psicólogo. Su madre, sin embargo, estuvo tres años prácticamente sin salir de casa con una artritis reumatoide importante.
A partir de este momento empieza a vivir por las dos. Es aquí donde se da cuenta que el ser humano va acumulando por no tener la presencia de Dios y creer podía con todo. Es el momento en que terminando la carrera, acaba presentando las noticias en directo en una cadena de televisión de Colombia. “Todos los días había noticias de narcotráfico, violencia”, recuerda.
Fue un etapa profesional en la que experimentó una gran cantidad de propuestas donde la hacían sentirse el centro del mundo. “Empiezo a vivir una vida loca, explorando donde hay muchos compromisos sociales y me gustaba además de satisfacerme. Es el placer donde el enemigo nos hace creer que tenemos la vida asegurada. Pero a mayor apariencia, mayor vacío”, explica.
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